Lo humorístico, lo trágico y lo milagroso.

Schopenhauer creyó haber encontrado la fórmula del humor y expresó su definición en una proposición que parece tan simple como verdadera. Dijo, entonces, que el humor es poner una cosa donde no va. Estas fórmulas pueden pecar de ser demasiado amplias o demasiado estrechas. Es decir, si en la definición logran colarse situaciones que no son humorísticas, entonces diremos que es demasiado amplia. Si, por el contrario, existen situaciones humorísticas que no pueden ser abrazadas por esta definición, es demasiado estrecha.

Veamos por qué la fórmula es demasiado amplia:

Todas las situaciones humorísticas se ajustan a la definición schopenhaueriana, es cierto. Pero, ¿no se ajustan igualmente todas las tragedias y milagros? Una muerte anticipada, pongamos por caso, es una tragedia justamente porque la juzgamos anticipada, porque rompe con lo que esperamos de la vida, porque apareció algo donde consideramos que no debería haber aparecido.

Vemos también que una situación será milagrosa sólo en tanto rompa con el orden natural de las cosas, con aquello que consideramos que debe ser. Santo Tomás, por ejemplo, decía al respecto del más alto grado de lo milagroso que «se ha de considerar también el orden, porque cuanto mayores son las cosas realizadas por Dios y más alejadas están del poder de la naturaleza, tanto mayor es el milagro.» El grado del milagro depende, entonces, de cuánto éste se aleje del orden prescripto y esperable. Quizás algo similar ocurre con lo trágico y humorístico.

Estos pensamientos veloces y superficiales nos muestran que lo humorístico, lo trágico y lo milagroso comparten una estructura en común, responden a una misma fórmula. ¿Será que algo es humorístico, trágico o milagroso según la perspectiva desde la que se lo ilumine? Aquel que no crea en los milagros de Cristo podrá reír frente a las lecturas bíblicas.

Pero nos queda aún un elemento que se inscribe en esta rúbrica de encuentros con lo inesperado: la irrupción sorpresiva y repentina de un otro. Esa apertura a aquello que está por venir, a un horizonte incierto. El otro radicalmente diferente, entendido como tal, sin ejercer nuestro influjo totalizante, sin someterlo al orden de la mismidad, rompe con la armonía de lo mismo, de aquello que se sucede sin fracturas ni rugosidades para instaurar un (des)orden novedoso. Aquello frente a lo cual, nos dice Derrida, «se debe responder tan responsablemente como sea posible», «más allá de todo dominio», instala la heteronomía, la normativa de lo otro, la ley del otro «que se precipita sobre mí, no necesariamente para elegirme». Ese otro inabarcable aparece repentinamente e irrumpe como las tormentas de verano, pero también como lo humorístico, lo trágico y lo milagroso.

Y pienso todo esto para comprender por qué aquella noche no pude contener la risa al ver cómo tu cuerpo, demasiado hermoso para mi habitación, se revolvía majestuoso y rubio entre el blanco de mis sábanas. Será que no supe cómo responder al desorden que se generó en mí por tu aparición repentina, por saber que llegaste para no elegirme. Será que tal vez tomé con humor lo que constituía un milagro. Será porque no pude prever la tragedia del desencuentro.

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