«Welcome to the world where dreams become nightmares.»
La realidad se afirma sobre pilares endebles. La repetición de sucesos cotidianos es uno de ellos. La insistente presencia de idénticos rostros durante la rutina de ir al trabajo, por ejemplo, es una confirmación de realidad. Si una reiteración esperada de pronto no se produjera, si no hubieran transeúntes recorriendo alguna calle del centro a las 8 a.m., si no cruzáramos ningún auto en una avenida, entonces nos invadiría una sensación angustiante, ominosa, perturbadora. De entre esos reiterados rostros, el de ella era el más hermoso.
No fue por eso que hoy elegí el asiento que dejaba vacío a su lado; ya había tenido otras oportunidades en otras mañanas y otros colectivos, pero la evitaba en la misma medida en que deseaba buscarla. Lo elegí simplemente porque era el más lejano a la puerta de entrada.
La mujer, entredormida, no se percató de mi llegada, ocupada en su lucha contra el sueño. Su cabeza descendía junto con sus párpados, su barbilla se acercaba al pecho y cuando parecía estar descansando un espasmo abrupto la tomaba por completo, un sobresalto que la obligaba a incorporarse correctamente sobre el asiento y a ensayar gestos que demostraran una dignidad intacta. Un momento después volvía a cerrar los ojos, a dejar caer la cabeza, a resurgir y a reiniciar nuevamente el ciclo.
El colectivo avanzaba como una babosa y el viaje tenía perspectivas de eternidad. Ella se dejó caer hacia su derecha pero la embestida contra la ventanilla rígida y fría la llevó a acomodarse hacia su izquierda. Apoyó su sien sobre mi hombro y pareció sentirse cómoda. Yo me retorcí sutilmente en mi asiento para despertarla pero no lo logré. También aclaré mi garganta cerca de su oído buscando el mismo objetivo y obteniendo idéntico resultado. Entonces decidí dejarla. Pensé que quizás volvía de un trabajo nocturno sumida en el agotamiento y necesitaba descansar, o algo similar, no recuerdo.
Lo que sí recuerdo fue sentir que era incorrecto estar a gusto con la situación, fantasear que ella no dormía sino que buscaba por medio esa escena artificiosa un acercamiento que no hubiera sido licito de otra manera. Sabía que me estaba vedado apoyar mi sien sobre su cabello. Intenté no sólo no sentirme cómodo sino también demostrarlo. Observé a los demás pasajeros y noté que un hombre me observaba con gesto de desaprobación. También recuerdo ese rostro. No bajaba la mirada. Era evidente que estaba pensando lo mismo que yo; debería despertarla y no permitir que durmiera sobre mi hombro. Pero despertarla también hubiera sido incorrecto. No supe qué hacer.
De repente su respiración pareció más espesa, espaciada. Creí entender que había caído en un sueño profundo. Entonces no debía despertarla. Simplemente necesitaba simular correctamente mi estado de inconformidad con la situación. De esa manera podría ser amable con la mujer y correcto con los observadores. Además, ese aliento cálido me incomodaba verdaderamente. Se tornaba vaporoso cuando golpeaba contra mi camisa y unos momentos después ya podía sentir la humedad sobre la piel. No me generaba asco, pero sí una molestia creciente.
El hombre no detenía su escrutinio de la situación y la mujer dormía cada vez más profundamente. Su cabeza pesaba más que todo su cuerpo. Mi camisa seguía húmeda pero esa respiración tan tosca había mermado. Ahora era casi imperceptible. Supuse que estaría por despertar y me pregunté qué debía hacer yo cuando eso ocurriera. Ninguna situación parecía correcta. ¿Qué pensaría ella de mí cuando descubriera que le permití dormir sobre mi hombro? Seguramente algo horrible. ¿Qué podía hacer? Tal vez despertarla no era una opción del todo incorrecta. Entonces volví a retorcerme en el asiento, pero su cabeza tan pesada parecía rígida sobre mi cuerpo. Volví a aclarar mi garganta y a toser, pero no hubo respuesta. Me incliné levemente hacia mi izquierda para lograr que perdiera el equilibrio y de ese modo llevarla al despertar, pero sólo se desplomó sobre mí, como si estuviera sumida en el más profundo de los sueños. El hombre continuaba con la mirada inmóvil, el ceño fruncido, la boca levemente arqueada hacia abajo. Pensé en levantarme del asiento y bajar, pero todavía estaba muy lejos de mi trabajo. Ensayé en mi cabeza el acto de ceder el asiento, pero todas las personas estaban lejos y desde hacía tiempo en el mismo colectivo. Creí que ese gesto se vería muy artificial y desistí.
No podía seguir con esto. Era intolerable. La situación no lo merecía y la salida era simple. Decidí deshacerme de la cortesía y la sutileza y simplemente levantar su cabeza con mi mano, apoyando mis yemas en su sien y acomodándola en otra posición. Probablemente no lo notaría y toda la situación habría terminado para mí. Pero ¿por qué ahora? El hombre que me observaba notaría el cambio de conducta y… ¿y por qué me interesaría ese desconocido? La solución requería una salida simple, natural, no reflexionada. Me decidí a contar hasta tres y, como si no tuviera importancia, apoyar mis dedos en su sien y arrancar su cabeza de mi hombro.
Uno.
Dos.
Tres.
Estaba tan fría.