Regalo de la noche II

Otra vez, como si de mí no dependiera, o como si dependiera de una parte de mí que no me pertenece, me desperté con una frase retumbando en mi cabeza como un eco mudo. Al sueño no lo recuerdo, pero creo saber oscuramente que la sentencia no era pronunciada por alguien sino que, como suele ocurrir en mis sueños, se decía. Personalmente no puedo disfrutarla como creo se merecería, porque no soy creyente, y por eso la dejo por acá; para que quien quiera y pueda, la sienta.

La frase es simple pero en el fondo, si fuera también cierta, cerraría una discusión complejísima y antigua que suele recorrer mis ideas por tener que ver con mi tesis de filosofía que trata de saber cómo se relacionan las palabras con las cosas.

En fín, la frase era la siguiente:

Dios creó al lenguaje ambiguo y a cada palabra polivalente porque necesitó de esta arcilla para escribir Su libro y por él hablarle a todos los hombres, y a cada hombre.

El viaje

«Welcome to the world where dreams become nightmares.»

 

La realidad se afirma sobre pilares endebles. La repetición de sucesos cotidianos es uno de ellos. La insistente presencia de idénticos rostros durante la rutina de ir al trabajo, por ejemplo, es una confirmación de realidad. Si una reiteración esperada de pronto no se produjera, si no hubieran transeúntes recorriendo alguna calle del centro a las 8 a.m., si no cruzáramos ningún auto en una avenida, entonces nos invadiría una sensación angustiante, ominosa, perturbadora. De entre esos reiterados rostros, el de ella era el más hermoso.

No fue por eso que hoy elegí el asiento que dejaba vacío a su lado; ya había tenido otras oportunidades en otras mañanas y otros colectivos, pero la evitaba en la misma medida en que deseaba buscarla. Lo elegí simplemente porque era el más lejano a la puerta de entrada.

La mujer, entredormida, no se percató de mi llegada, ocupada en su lucha contra el sueño. Su cabeza descendía junto con sus párpados, su barbilla se acercaba al pecho y cuando parecía estar descansando un espasmo abrupto la tomaba por completo, un sobresalto que la obligaba a incorporarse correctamente sobre el asiento y a ensayar gestos que demostraran una dignidad intacta. Un momento después volvía a cerrar los ojos, a dejar caer la cabeza, a resurgir y a reiniciar nuevamente el ciclo.

El colectivo avanzaba como una babosa y el viaje tenía perspectivas de eternidad. Ella  se dejó caer hacia su derecha pero la embestida contra la ventanilla rígida y fría la llevó a acomodarse hacia su izquierda. Apoyó su sien sobre mi hombro y pareció sentirse cómoda. Yo me retorcí sutilmente en mi asiento para despertarla pero no lo logré. También aclaré mi garganta cerca de su oído buscando el mismo objetivo y obteniendo idéntico resultado. Entonces decidí dejarla. Pensé que quizás volvía de un trabajo nocturno sumida en el agotamiento y necesitaba descansar, o algo similar, no recuerdo.

Lo que sí recuerdo fue sentir que era incorrecto estar a gusto con la situación, fantasear que ella no dormía sino que buscaba por medio esa escena artificiosa un acercamiento que no hubiera sido licito de otra manera. Sabía que me estaba vedado apoyar mi sien sobre su cabello. Intenté no sólo no sentirme cómodo sino también demostrarlo. Observé a los demás pasajeros y noté que un hombre me observaba con gesto de desaprobación.  También recuerdo ese rostro. No bajaba la mirada. Era evidente que estaba pensando lo mismo que yo; debería despertarla y no permitir que durmiera sobre mi hombro. Pero despertarla también hubiera sido incorrecto. No supe qué hacer.

De repente su respiración pareció más espesa, espaciada. Creí entender que había caído en un sueño profundo. Entonces no debía despertarla. Simplemente necesitaba simular correctamente mi estado de inconformidad con la situación. De esa manera podría ser amable con la mujer y correcto con los observadores. Además, ese aliento cálido me incomodaba verdaderamente. Se tornaba vaporoso cuando golpeaba contra mi camisa y unos momentos después ya podía sentir la humedad sobre la piel. No me generaba asco, pero sí una molestia creciente.

El hombre no detenía su escrutinio de la situación y la mujer dormía cada vez más profundamente. Su cabeza pesaba más que todo su cuerpo. Mi camisa seguía húmeda pero esa respiración tan tosca había mermado. Ahora era casi imperceptible. Supuse que estaría por despertar y me pregunté qué debía hacer yo cuando eso ocurriera. Ninguna situación parecía correcta. ¿Qué pensaría ella de mí cuando descubriera que le permití dormir sobre mi hombro? Seguramente algo horrible. ¿Qué podía hacer? Tal vez despertarla no era una opción del todo incorrecta. Entonces volví a retorcerme en el asiento, pero su cabeza tan pesada parecía rígida sobre mi cuerpo. Volví a aclarar mi garganta y a toser, pero no hubo respuesta. Me incliné  levemente hacia mi izquierda para lograr que perdiera el equilibrio y de ese modo llevarla al despertar, pero sólo se desplomó sobre mí, como si estuviera sumida en el más profundo de los sueños. El hombre continuaba con la mirada inmóvil, el ceño fruncido, la boca levemente arqueada hacia abajo. Pensé en levantarme del asiento y bajar, pero todavía estaba muy lejos de mi trabajo. Ensayé en mi cabeza el acto de ceder el asiento, pero todas las personas estaban lejos y desde hacía tiempo en el mismo colectivo. Creí que ese gesto se vería muy artificial y desistí.

No podía seguir con esto. Era intolerable. La situación no lo merecía y la salida era simple. Decidí deshacerme de la cortesía y la sutileza y simplemente levantar su cabeza con mi mano, apoyando mis yemas en su sien y acomodándola en otra posición. Probablemente no lo notaría y toda la situación habría terminado para mí. Pero ¿por qué ahora? El hombre que me observaba notaría el cambio de conducta y… ¿y por qué me interesaría ese desconocido? La solución requería una salida simple, natural, no reflexionada. Me decidí a contar hasta tres y, como si no tuviera importancia, apoyar mis dedos en su sien y arrancar su cabeza de mi hombro.

Uno.

Dos.

Tres.

Estaba tan fría.

En sueños.

Somos hijos de soñantes que en su mente dieron forma a sujetos que (con suerte) respondieron a su norma. Todavía en la adultez actuamos por ecos de aquellos determinismos implantados en estos días iniciáticos. No sabemos hasta dónde nuestros deseos son designios del pasado, qué voluntad es el obediente cumplimiento de una orden. Es doloroso saberse atado, conocer la trágica incapacidad de acceder a la libertad. Los romanticistas sospechaban que sólo en la soledad, lejos de las cadenas que la sociedad nos impone, podemos encontrar esta completa autonomía. Desde la aparición del psicoanálisis sabemos que esto es incorrecto; aún el anacoreta convive en su interior con múltiples personajes representados en la ley suprema del lenguaje.

Tampoco el animal es libre, ya que está dominado por el instinto. El libre albedrío parecería no existir más que en medidas irrisorias e impuras.

Al menos podemos estar seguros de algo: nuestro cuerpo nos pertenece. Pero de pronto aparece una idea que a todo aquel que la haya pensado debería producirle un escalofrío, un pavor extraño: somos, como al principio lo fuimos, susceptibles de ser soñados. ¿Cómo es que nuestra imagen, despojada de nuestro albedrío, deja de pertenecernos?

Cada noche podemos convertirnos en los ominosos maniquíes que alguna mente perversa utilizará para jugar a aquello a lo que nos negaríamos en la realidad. Quién sabe a qué atrocidades nos prestaremos en las fantasías oníricas de aquellos que alguna vez hayan percibido nuestro rostro. Así, el soñado se convierte en un esclavo del soñante y sin siquiera saberlo se presta a ser humillado, desnudado, degradado, o acaso glorificado. No hay en aquel ni vergüenza ni orgullo, pero no por esto se puede dejar de sentir cierta sombría impaciencia, un temor ansioso.

Será que el horror que nos produce esta certidumbre se remite a aquel lejano tiempo en el que, indefensos, dependímos de otros que pudieron ser benévolos o malévolos. O será tal vez que nos duele ser poseídos de cualquier forma, tal vez porque tenemos muy arraigada la idea de ser dueños de nosotros mismos.

Cualquiera sea su causa, una cosa es segura: quien haya reflexionado por primera vez en este estado de cosas no podrá evitar, esta misma noche, recordar a aquella persona que le infunde temor, rechazo o náuseas y figurarse cómo, en sueños, se convierte en su dueño. Todavía más: no podrá evitar en este mismo instante imaginar todas las atrocidades que sobre su cuerpo perpetrará aquella espantosa criatura.